jueves, 9 de septiembre de 2010

Capítulo 1- El búho blanco



Nadie vio al búho, blanco a la luz de la luna, negro contra las estrellas, nadie le oyó mientras se deslizaba sobre alas silenciosas como terciopelo. El búho lo vio y lo oyó todo.
Posado en un árbol, con las garras aferradas a una rama, y mirando a la chica del claro de abajo. El viento gemía, meciendo la rama, empujando las nubes por el cielo de la noche. Alzaba el pelo de la chica. El búho la observaba, con sus ojos redondos y oscuros.
La chica se apartó lentamente de los árboles hacia el centro del claro de hierba, donde brillaba una charca. Estaba concentrada. Cada paso deliberado que daba la acercaba más a su propósito. Sus manos estaban abiertas, y ligeramente extendidas ante ella. El viento suspiró de nuevo en los árboles. Sopló la capa firmemente contra la esbelta figura, y le alborotó el cabello alrededor de la cara de ojos ampliamente abiertos. Sus labios estaban ligeramente separados.
—Dame el niño —dijo Sarah, con voz baja pero firme, con el coraje que su empresa precisaba. Se detuvo, con las manos todavía extendidas—. Dame al niño —repitió—. Por increíbles  peligros e innumerables fatigas, me he abierto paso hasta el castillo más allá de la Ciudad de los Goblins, para recuperar el niño que me has robado. —Se mordió el labio y continuó—. Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya... y mi reino igual de grande...
Apretó los ojos con fuerza. Un trueno retumbó. El búho parpadeó, una vez.
—Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya —dijo Sarah, incluso más intensamente esta vez—. Y mi reino igual de  grande... —Frunció el ceño, y sus hombros cayeron.
—Vaya, nunca consigo recordar ese párrafo —masculló.
Buscando bajo la capa, sacó un libro. Su título era Dentro del Laberinto. Sujetando el libro ante ella, lo leyó en voz alta. A la luz mortecina, no era fácil divisar las palabras—. No tienes ningún poder sobre mí...
No siguió. Otro trueno, más cercano esta vez, la hizo saltar. También alarmó a un gran y peludo perro pastor, a quien no le había importado sentarse junto a la charca y ser amonestado por Sarah, pero que ahora decidió que ya era hora de volver a casa, y así lo expresó con varios ladridos agudos.
Sarah se cerró la capa alrededor. No le daba mucho calor, al no ser más que una vieja cortina, cortada y sujeta al cuello con un broche de fantasía. Ignoró a Merlín, el perro pastor, mientras se concentraba en aprender el discurso del libro.
—No tienes ningún poder sobre mí —susurró. Cerró los ojos de nuevo y repitió la frase varias veces.
El reloj del pequeño pabellón del parque repicó siete veces y penetró en la concentración de Sarah. Miró fijamente a Merlín.
—Oh, no —dijo—. Es imposible Merlín, ya son las siete.
Merlín se levantó y se sacudió a sí mismo, sospechando que a continuación vendría algo de acción. Sarah se giró y corrió. Merlín la siguió. Las nubes de tormenta los salpicaron a ambos con grandes gotas de lluvia.
El búho lo había observado todo. Cuando Sarah y Merlín abandonaron el parque, todavía estaba sentado en la rama, no tenía ninguna prisa por seguirlos. Este era su momento del día. Sabía lo que deseaba. Un búho nace con respuestas a todas sus preguntas.
Durante todo el camino por la calle, que estaba bordeada a ambos lados por casas victorianas rodeadas de setos, similares a la suya propia, Sarah murmuraba para sí misma.
—No es justo. No es justo. —El murmullo se había convertido en jadeo para cuando tuvo a la vista su casa. Merlín, que había estado brincando a su lado sobre sus peludas patas, también respiraba con dificultad. Su ama, que normalmente se movía a un paso gentil y soñador, tenía el raro hábito de volver corriendo a casa desde el parque por las tardes. Quizás ese búho tuviera algo que ver con ello. Merlín no estaba seguro. No le gustaba el búho, eso lo sabía.
—No es justo —Sarah estaba casi sollozando. El mundo era injusto en general, pero en particular su madrastra era cruelmente injusta con ella. Allí estaba ahora, en la puerta principal de la casa, disfrazada con uno de sus espantosos trajes de noche, con el abrigo de piel abierto para revelar el corte bajo de su escote, la horrorosamente vulgar gargantilla centelleando sobre su pecho pecoso y... ¿cómo no?... estaba mirando su reloj. No solo lo miraba, sino que lo miraba fijamente, para asegurarse de que Sarah se sintiera culpable antes de acusarla, una vez más.
Cuando Sarah hizo una pausa en el camino del jardín delantero, pudo oír a su hermano bebé, Toby, pegando gritos dentro de la casa. En realidad era su medio hermano, pero ya no lo llamaba así, no desde que su amiga de la escuela Alice le había preguntado, "¿Y de quién es la otra mitad entonces?" y Sarah había sido incapaz de pensar en una respuesta. "Medio-nada-que-ver-conmigo". No estaba bien. Ni era cierto tampoco. Algunas veces se sentía ferozmente protectora con Toby, quería vestirle, llevarle en brazos y alejarle de todo esto, llevarle a un lugar mejor, un mundo de hadas, una isla en alguna parte, quizás. Otras veces... y esta era una de ellas... odiaba a Toby, que tenía dos veces más atención de sus padres que ella. Cuando odiaba a Toby, eso la asustaba, porque la llevaba a pensar en cómo podía hacerle daño. ¿Debe haber algo malo en mí, reflexionaba, si puedo pensar en hacer daño a alguien a quien adoro; ¿o es que hay algo malo en adorar a alguien a quien odio? Deseaba tener un amigo que entendiera su dilema, y quizás se lo explicara, pero no había nadie. Sus amigos de la escuela pensarían que era una bruja si mencionaba siquiera la idea de hacer daño a Toby, y en cuanto a su padre, la idea le asustaría incluso más de lo que asustaba a la propia Sarah. Así que mantenía su perplejidad adecuadamente oculta.
Sara se detuvo ante su madrastra y mantuvo la cabeza deliberadamente en alto.
—Oh, vaya—dijo su madrastra.
—Lo siento —dijo, con voz aburrida, mostrando que no lo lamentaba en absoluto, y que de todos modos era innecesario fingirlo.
—Bueno —le dijo su madrastra—, no te que quedes ahí afuera en la lluvia. Vamos. —Se hizo a un lado, dejando sitio a Sarah para pasar por la puerta, y miró de nuevo fijamente a su reloj de pulsera.
Sarah ponía mucho cuidado en no tocar nunca a su madrastra, ni siquiera rozar su ropa. Se arrimó todo lo que pudo al marco de la puerta.
—Vamos Merlín, vamos.
—El perro no—dijo su madrastra.
—Pero si está diluviando.
Su madrastra amonestó a Merlín con un dedo. Dos veces.
—Venga, al garaje —ordenó.
—Anda Merlín, métete en el garaje, ve.
Merlín agachó la cabeza y procedió a rodear el costado de la casa. Sarah le observó marchar y se mordió el labio. ¿Por qué, se preguntó por trillonésima vez, mi madrastra siempre tiene que adoptar esta actitud cuando salen por la noche? Es tan afectada... esa era una de las palabras favoritas de Sarah, desde que había oído al compañero de reparto de su madre, Jeremy, utilizarla para referirse a otro actor de la obra que estaban representando... una bolsa-de-clichés-pasados-de-moda. Recordaba cómo había sonado el francés Jeremy al decir clichés, estremeciéndola con su sofisticación. ¿Por qué no encontraba su madrastra una nueva forma de destacar? Oh, le encantaba la forma en que Jeremy le hablaba de otros actores. Estaba decidida a convertirse ella misma en actriz, para poder hablar así todo el tiempo. Su padre rara vez hablaba mucho sobre la gente de su oficina, y cuando lo hacía resultaba aburrido en contraste.
Su madrastra cerró la puerta principal, mirando su reloj una vez más, tomó un profundo aliento, y empezó uno de sus consabidos discursos.
—Sarah, llegas con una hora de retraso...
—Ya he dicho que lo siento —replicó Sarah.
—Por favor, déjame acabar. Tu padre y yo  salimos muy pocas veces...
—Salís todos los fines de semana —interrumpió Sarah rápidamente.
Su madrastra ignoró eso.
—... y te pido que cuides del bebé sólo cuando no trastorna  tus planes.
—¿Y tú cómo lo sabes? —Sarah medio se había girado para marcharse, para no halagar a su madrastra con su atención, y estaba ocupada dejando su libro en el aparador del vestíbulo, desabrochándose el broche, y doblando la capa sobre su brazo—. No sabes cuáles son mis planes. Ni siquiera me lo preguntas. —Miró fijamente a su propia cara en el espejo del aparador, comprobando que su expresión fuera fresca y compuesta, no exagerada. Le gustaba la ropa que llevaba: una camisa color crema de mangas abullonadas, un chaleco de brocado holgado sobre la camisa, vaqueros azules y cinturón de cuero. Se giró, alejándose más de su madrastra, para comprobar cómo su camisa colgaba de los pechos hasta su cintura. La metió un poco en el cinturón, ajustándola.
Su madrastra la observaba fríamente.
—Supuse que si tuvieras alguna cita me lo habrías dicho. Me gustaría que las tuvieras. A tu edad deberías salir con alguien.
Bueno, estaba pensando Sarah, si tuviera una cita tú serías la última persona a la que se lo contaría. Que afectada... no, pegajosa, vida tienes. Se sonrió desagradablemente a sí misma. Quizás tenga una cita, pensó, quizás lo haga, pero no te gustará en lo más mínimo, cuando veas con quién salgo. Dudo que le veas. Todo lo que sabrás es que oirás la puerta cerrarse de golpe detrás de mí, y espiarás por la ventana, como haces siempre, y asomarás la nariz entre esas horrendas cortinas de encaje falso que tienes, y verás las luces traseras de una limusina gris desvaneciéndose en la esquina. Y después de eso, verás fotos de nosotros dos en las revistas, juntos en las Bermudas, y en St. Tropez, y Benares. Y no habrá nada que puedas hacer tú al respecto, con todos tus firmes puntos de vista sobre la hora de irse a la cama y el desarrollo psicológico y mis obligaciones y lo de enrollar el tubo de pasta de dientes desde abajo. Oh, madrastra, lo vas a lamentar mucho cuando leas en el Vogue las cantidades cósmicas que los productores de Hollywood nos ofrecen por...
El padre de Sarah bajó las escaleras hasta el vestíbulo. En los brazos llevaba a Toby, arropado en un pijama a rayas rojas y blancas. Palmeaba la espalda del bebé.
—Oh, Sarah —dijo suavemente—, ya estás en casa. Estábamos preocupados por ti.
—¡No puedo hacer nada bien hecho!, ¿verdad? —Temiendo echarse a llorar, Sarah no les dio oportunidad de razonar con ella. Corrió escaleras arriba. Siempre eran tan razonables, particularmente su padre, tan sufrido y suave con ella, tan absolutamente convencido de que siempre tenían obviamente la razón, y que sólo era cuestión de tiempo que ella consintiera en hacer lo que deseaban. ¿Por qué su padre siempre se ponía del lado de esa mujer? Su madre nunca ponía esa mirada de dolida tolerancia. Era una mujer que podía gritar y reír y abrazarte y darte una bofetada todo en un minuto o dos. Cuando ella y Sarah tenían una riña, esta era explosiva. Cinco minutos después, estaba olvidado.
En el vestíbulo, su madrastra se había sentado, todavía con su abrigo de piel. Estaba diciendo cansinamente.
—Diga lo que diga me trata como a una malvada madrastra de  cuento de hadas.
—Hablaré con ella—El padre de Sarah palmeaba a Toby pensativamente
Un trueno retumbó de nuevo. Un chubasco de gotas de lluvia traqueteó contra las ventanas.
Sarah estaba en su habitación. Ese era el único lugar seguro en el mundo. Había convertido en un hábito el recorrerlo cada día, comprobando que todo estuviera justo donde tenía y debía de estar. Aunque su madrastra rara vez entraba allí, excepto para entregar alguna ropa planchada o dar a Sarah un mensaje, no se fiaba. Sería muy típico de ella entrar a quitar el polvo del cuarto, aunque Sarah se aseguraba que mantenerlo limpio, y mover las cosas por doquier y no volver a ponerlas en su lugar. Era esencial protegerse de ese espíritu perturbador.
Todos los libros debían quedarse en sus posiciones correctas, en orden alfabético por autor y, dentro el grupo de cada autor, por orden de adquisición. Otros estantes estaban llenos de juguetes y muñecas, y estos estaban colocados de acuerdo con afinidades solo conocidas por Sarah. Las cortinas tenían que colgar exactamente así, de forma que cuando Sarah estaba tendida en su cama, enmarcaran simétricamente el segundo álamo de la fila que podía verse desde la ventana. La papelera estaba colocada de forma que su base tocara solo el borde de un bloque del parquet en particular. Sería arriesgado que las cosas no estuvieran así. Una vez instalado el desorden, la habitación nunca volvería a resultar familiar. La gente hablaba de cómo les contrariaba sufrir un robo, y Sarah sabía exactamente cómo debía ser, que algún descuidado desconocido revolviera tus tesoros más preciados. La mujer que venía a limpiar tres veces por semana sabía que nunca debía hacerlo en esta habitación. Sarah se ocupaba de todo ella misma. Había aprendido como arreglar enchufes eléctricos, apretar tornillos, y colgar cuadros, para que su padre no tuviera necesidad de entrar excepto para hablar con ella.
Sarah estaba ahora de pie en medio de la habitación. Sus ojos estaban rojos. Sorbió por la nariz, y se mordió el labio inferior. Después caminó hasta su tocador y miró fijamente a una fotografía enmarcada. Su padre y su madre, y ella misma, a los diez años, le devolvieron la mirada. Las sonrisas de sus padres eran confiadas. Su propia cara en la fotografía era, pensó, ligeramente exagerada, sonriendo demasiado firmemente.
Por toda la habitación, otros ojos observaban. Fotografías y pósteres que mostraban a su madre con variados vestuarios, en diversas partes. Había recortes de Variety pegados al espejo de su tocador, alabando las actuaciones de su madre o anunciando otras que realizaría. En la pared junto a su cama estaba colgado un póster anunciando su última obra; en la foto, la madre de Sarah y su compañero de reparto, Jeremey, estaban mejilla con mejilla, rodeándose con los brazos, sonriendo confiadamente. El fotógrafo había iluminado hermosamente a la pareja, mostrándola a ella tan bella, a él tan guapo, con su pelo rubio y la cadena de oro alrededor de su cuello. Bajo la foto había una cita de un crítico de teatro: "Rara vez he sentido tanto calor irradiando de una audiencia". El póster estaba firmado, con una alargada letra florida: "Para mi Querida Sarah, con todo mi amor, Mamá", y, con otra mano diferente: "Con todos mis deseos de felicidad, Sarah... Jeremy". El siguiente póster tenía más recortes, de diferentes periódicos, arreglados en orden cronológico. En ellos, podía verse a las dos estrellas cenando juntos en restaurantes, bebiendo juntos en fiestas, y riendo juntos en un pequeño bote de remos. Los textos estaban todos en la línea "Romance dentro y fuera del escenario".
Todavía sorbiendo de vez en cuando, Sarah fue hasta la mesita que había junto a su cama y cogió la caja de música que su madre le había regalado por su decimoquinto cumpleaños. El recuerdo de ese hermoso día todavía resultaba vívido. Habían enviado un taxi a por ella en la mañana, pero en vez de llevarla a casa de su madre este la había llevado a la costa donde Jeremy y su madre esperaban en el mercedes negro antiguo de Jeremy. Salieron al campo para almorzar junto a una piscina en algún club del que Jeremy era miembro y donde los camareros hablaban francés, y después, en la piscina, Jeremy había hecho el payaso, fingiendo ahogarse, con tanto éxito que un hombre mayor había gritado dando la alarma. Se habían estado riendo todo el camino de vuelta a la ciudad. En casa de su madre, le habían dado el regalo de Jeremy, un vestido de noche azul pálido. Se lo puso para ir con ellos a un nuevo musical esa misma noche, y después a cenar, en un restaurante tenuemente iluminado. Jeremy se había burlado maliciosamente de cada miembro del reparto al que habían visto en el musical.
La madre de Sarah había fingido desaprobar sus escandalosos cotilleos, pero eso solo había hecho que Sarah y Jeremy rieran más incontrolablemente, y pronto los tres tenían lágrimas en los ojos. Jeremy había bailado con Sarah, sonriéndole. Bromeó diciendo que un flash significaría que todos estarían en las columnas de cotilleos a la mañana siguiente, y todo el camino a casa condujo rápido, para librarse de los fotógrafos, reclamó, sonriendo. Cuando se despidieron, su madre le entregó un pequeño paquete, envuelto en papel plateado y atado con una cinta azul pálido. De vuelta en su habitación, Sarah lo había desenvuelto, y había encontrado la caja de música.
La tonada de "Greensleeves" tintineó, y una pequeña bailarina con un vestido plisado rosa giró haciendo piruetas. Sarah la había observado reverentemente, hasta que se volvió lenta y torpe en sus movimientos. Entonces la había dejado, y tranquilamente había recitado un poema que había estudiando en su clase de Literatura:
—Oh, cuerpo balanceado por la música, oh brillante mirada, ¿cómo podemos conocer al bailarín de la danza?
Era tan fácil aprender de memoria poesía. Nunca había tenido ninguna dificultad para recordar esas líneas, siempre que abría la caja de música. De hecho, reflexionó, era más fácil aprenderlas que olvidarlas. ¿Entonces por qué tenía tantos problemas en aprender el discurso de Dentro del Laberinto ¿ Era tan solo un juego al que estaba jugando?. Nadie esperaba que lo recitara, ninguna audiencia, excepto Merlín, juzgaría su actuación. Debía haber sido pan comido. Frunció el ceño. ¿Cómo esperaba subirse a un escenario si no podía recordar un discurso?
Lo intentó de nuevo.
—Por increíbles  peligros e innumerables fatigas, me he abierto camino hasta el castillo más allá de la Ciudad de los Goblins, para recuperar... el niño que me has robado... —Se detuvo, con los ojos sobre el póster de su madre en brazos de Jeremy, y decidió que la ayudaría en su desempeño de prepararse para ello. Si vas a meterte en tu papel, le había dicho su madre, tienes que tener el marco apropiado. Vestuario, maquillaje, y las pelucas... son más para beneficio del actor que de la audiencia. Les ayudan a escapar de su propia vida y a meterse en el papel, como decía Jeremy. Y después de cada actuación, te lo quitas todo, y estás limpio de nuevo. Cada día era un nuevo comienzo. Podías volver a inventarte a ti mismo otra vez. Sarah tomó un lápiz de labios del tocador, se puso un poco en los labios, y los unió en una mueca, como hacía su madre. Acercándose al espejo, se aplicó un poco más en la comisura de los labios.
Se oyó una llamada a su puerta, y la voz de su padre llegó desde fuera.
—¿Sarah? ¿Puedo hablar contigo?
Todavía mirándose al espejo, replicó.
—No hay nada de qué hablar.
Esperó. No entraría a menos que le invitara. Se lo imaginó allí de pie, frunciendo el ceño, frotándose la frente, intentando pensar en qué decir a continuación, algo lo bastante firme como para complacer a esa mujer pero lo suficientemente amigable como para tranquilizar a su hija.
—Daos prisa—dijo Sarah—, o vais a llegar tarde.
—Le hemos dado de comer a Toby  —dijo la voz de su padre—, y lo hemos acostado. Nos tenemos que marchar ya, pero volveremos hacia medianoche.
Una vez más una pausa, después el sonido de pasos alejándose, con una lentitud medida para expresar una mezcla de preocupación y resignación. Había hecho todo lo que podía esperarse de él.
Sarah dio la espalda al espejo y miró acusadoramente a la puerta cerrada.
—Se supone que quería hablar conmigo —murmuró—. Pues tampoco ha echado la puerta abajo para hacerlo —Hubo un tiempo en el que no se habría ido sin darle un beso. Resopló. Las cosas ciertamente cambiaban en esta casa.
Se puso el pintalabios en el bolsillo y se limpió la boca con un pañuelo de papel. Cuando iba a arrojarlo a la papelera, algo captó su atención. Para ser más exactos, algo no estaba allí para captar su atención. Lancelot no estaba.
—¡Lancelot!— exclamó Sarah- Alguien ha entrado otra vez en mi cuarto. ¡Lo odio!¡Odio que entren en mi cuarto!
Rápidamente, registró su estante de juguetes, muñecas y cosas blandas, perros, monos, soldados y payasos, aunque sabía que sería inútil. Si el oso de peluche hubiera estado allí, habría estado en su posición señalada. Había desaparecido. El orden de la habitación había sido violado. Las mejillas de Sarah enrojecieron.
Fuera, el taxi estaba saliendo. Sarah lo oyó y corrió a la ventana.
—Te odio —gritó.
Nadie la oyó salvo Merlín, y él no podía hacer más que lo que ya estaba haciendo, que era ladrar ruidosamente, en el garaje.
Sabía donde encontraría a Lancelot. Toby ya tenía todo lo que su corazón de bebé podía desear, tenía mucho más de lo que la propia Sarah había tenido nunca; aunque se le daría más, cada día, sin lugar a dudas. Entró como una tromba en la habitación del niño. El oso estaba tendido sobre la alfombra, simplemente tirado allí, sin más. Sarah recogió a Launcelot y lo abrazó. Toby, lleno de leche caliente, casi se había dormido en su cuna. La entrada de Sarah lo despertó.
Miró fijamente al bebé.
—Te odio. Te odio.
Toby comenzó a llorar. Sarah se estremeció y abrazó a Lancelot más firmemente.
—Oh —gimió—. Oh, que alguien... me salve. Que alguien se me lleve de este horrible lugar.
Toby estaba aullando ahora. Su cara estaba roja. Sarah gemía, Merlín ladraba fuera. La tormenta descargaba un resplandor relampagueante y truenos directamente sobre la casa. Sacudía ruidosamente las ventanas en sus marcos. Las tazas de té danzaban en la alacena de la cocina.
—¿Qué es lo que quieres, oír un cuento? —le dijo Sarah al bebé con desdén.
 

   —¿Eh? Muy bien. —Con apenas un momento para pensar, pensó en Dentro del Laberinto—. Erase una vez una jovencita cuya madrastra la obligaba siempre  a  quedarse en casa cuidando del bebé. Y el bebé era un niño mimado que lo quería todo para él, y la joven era prácticamente una esclava. Pero lo que nadie sabía era que el Rey de los Goblins se había enamorado de la chica, y le había dado ciertos poderes. Así que una noche, cuando el crío había sido especialmente cruel con ella, llamó a los Goblins pidiendo ayuda.

—¡Escuchad! —dijo un goblin, abriendo un ojo.
A su alrededor, sobre él, bajo él, el nido de goblins se removió despertando de su sueño. Se abrió un ojo, y otro, y otro, todos enloquecidos, rojos y fijos. Algunos de los goblins tenían cuernos y otros dientes puntiagudos, algunos tenían dedos como garras; algunos vestían restos de armaduras, un yelmo, una babera, pero todos tenían pies escamosos, y ojos maliciosos. Dormían amontonados desordenadamente, en su cámara sucia del castillo del Rey de los Goblins. Sus ojos se abrieron, y sus orejas se alzaron.
—“Di las palabras correctas” dijo el Goblin “nos llevaremos al bebé a la ciudad de los Goblins y tú serás libre”— recitó Sharah ante el espejo de la habitación de Toby.
—Oh!— exclamaron los Goblins.
—Pero la chica sabía que el rey de los Goblins se quedaría el bebé en su castillo para siempre, para siempre, para siempre y lo convertiría en un Goblin— continuó Sarah— Y por ello la chica sufría en silencio, hasta que una noche cuando estaba cansada después de todo un día de trabajo y herida por las duras palabras de su madrastra, no tuvo más fuerzas para aguantar
Ahora, Sarah estaba inclinada tan cerca de Toby que estaba susurrando a su orejita sonrosada. De repente el niño se dio la vuelta en su cuna y la miró a los ojos, a solo un par de centímetros de distancia. Hubo un momento de silencio. Entonces Toby abrió la boca, y empezó a aullar ruidosa e insistentemente.
—Oh  bien, de acuerdo—bufó Sarah con disgusto, volviendo a enderezarse.
El trueno resonó, y Merlín daba todo lo que tenía.
Sarah suspiró, frunció el ceño, se encogió de hombros, y decidió que no había forma de evitarlo. Cogió en brazos a Toby y paseó por la habitación, meciéndole en sus brazos, junto con Launcelot. La luz de la mesilla lanzaba sus sombras contra la pared, enormes y oscilantes.
Toby no iba a dormirse solo porque lo pasearan. Sentía que tenía una seria queja que expresar.
—Cállate —dijo su hermana severamente— vamos... basta, basta ya... —Bajó la voz—... o digo las palabras.
Levantó la mirada rápidamente hacia las sombras de la pared y se dirigió a ellas teatralmente.
—¡No! No debo hacerlo – dijo Sarah- no debo decirlas.
Los Goblins contuvieron la respiración.
—Ojalá..., ojalá...

—Escuchad —dijo de nuevo el goblin.
Cada brillante ojo del nido, cada oreja, estaba ahora abierto.
Un segundo goblin habló.
—¡Lo va a  decir!
—¿Decir qué? —preguntó un Goblin estúpido.
—¡Shush! —El primer Goblin se esforzaba por oír a Sarah.
—¡Calla! —dijeron los demás Goblins.
—¡Callaos vosotros! —dijo el primer Goblin.
En medio de la barahúnda, el primer Goblin pensó que se volvería loco intentando oír.
—¡Sh! ¡Shhhh! —Puso una mano sobre la boca del Goblin estúpido.
—Escuchad —amonestó el primer Goblin al resto—. Va a decir las palabras.
El resto de ellos se las arregló para quedar en silencio. Escuchaban atentamente a Sara.

Ella estaba de pie, erguida. Toby había alcanzado tal in crescendo de gritos, con la cara roja, que apenas podía respirar con dificultad. Su cuerpo estaba rígido entre los brazos de Sarah por el esfuerzo que estaba haciendo. Launcelot había caído al suelo de nuevo. Sarah cerró los ojos otra vez y se sacudió a sí misma.
   —¡No puedo soportarlo más!— gritó Sarah—¡Rey de los Goblins, Rey de los Goblins, si estás por aquí llévate a este niño bien lejos de mí!
El relámpago centelleó. El trueno rugió.

Los goblins dejaron caer las orejas, descorazonados.
—No es así —dijo el primer goblin, decepcionado.
—¿Dónde ha aprendido esa idiotez? —gruñó el segundo—. La frase no empieza por “Rey de los Goblins”
—¡Sh! —dijo un tercer goblin, aprovechando de dar órdenes a los otros.

Sarah todavía sostenía a Toby sobre su cabeza. Ofendido por ello, Toby estaba gritando incluso más ruidosamente que antes, algo que Sarah no hubiera creído posible, Lo bajó y lo acunó, lo cual tuvo el efecto de restaurar los gritos al nivel estándar.
Exhausta ya, Sarah le dijo:
—Oh, Toby, ¡basta!. —Cualquier cosa sería preferible a este caldero de ruido, furia, culpabilidad y cansancio, en el que se encontraba. Con un pequeño sollozo agotado, dijo—: Ojalá supiera qué decir para que los Goblins se te llevaran.

—Ojalá vinieran los Goblins y se te llevaran ahora mismo—dijo el primer goblin con un suspiro impaciente. — ¡No es tan difícil!


De repente, Sarah recordó las palabras exactas que necesitaba para que los Goblins se llevaran al bebé:
—Ojalá... ojalá...

Los goblins estaban alerta otra vez, mordiéndose los labios a causa de la tensión.
—¿Ya lo ha dicho? —preguntó alegremente el goblin estúpido.
Como uno, el resto se volvió hacia él.
—Cállate —dijeron irritados.

El tornado de Toby se había acallado. Estaba respirando profundamente, con un sollozo al final de cada respiración. Tenía los ojos cerrados. Sarah volvió a ponerlo en la cuna, no demasiado gentilmente y lo arropó.
Caminó calladamente hasta la puerta y la estaba cerrando a su espalda cuando el niño emitió un extraño chillido y empezó a gritar de nuevo. Estaba ronco ya, y en consecuencia resultaba más ruidoso.
Sarah se quedó congelada con una mano en el pomo de la puerta.
—Ojalá vinieran los Goblins y se te llevaran...—hizo una pausa, dudaba en si concluir la frase o no.
Los goblins estaban ahora inmóviles, podrías haber oído parpadear a un caracol.

—... ahora mismo —dijo Sarah.

En el grupo de goblins se produjo una exhalación de placer.
—¡Lo dijo!
En un instante, todos los goblins se desvanecieron en diferentes direcciones, dejando solo al goblin estúpido. Se quedó allí plantado, con una sonrisa bobalicona en la cara, hasta que notó que el resto le había dejado atrás.
—Eh —dijo— esperadme. —e intentó correr en varias direcciones a la vez. Después, él también se desvaneció.

El relámpago centelleó y un trueno atravesó el aire. Toby soltó un chillido agudo, y Merlín ladró como si todos los ladrones del mundo estuvieran intentando entrar en la casa. 

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