miércoles, 8 de septiembre de 2010

Capítulo 2- Lo dicho, dicho está

La tormenta rabiaba sobre la casa de Sarah. Las nubes burbujeaban. La lluvia azotaba las hojas de los árboles. El trueno fue seguido por el relámpago.
Sarah estaba escuchando. Lo que escuchaba era el silencio antinatural de la habitación. Toby había dejado de llorar, tan repentinamente que la asustó. Volvió a mirar en la habitación del niño. La luz de la mesilla estaba apagada.
—¿Toby? ¿te encuentras bien?—llamó. Él no respondió.
Accionó el interruptor de la luz junto a la puerta. No ocurrió nada. Lo apretó varias veces sin ningún efecto. Una tabla crujió.
Entró nerviosamente en la habitación silenciosa. La luz del rellano, que llegaba a través de la puerta, lanzaba formas extrañas contra las paredes y la alfombra. En un momento de calma entre dos truenos, creyó haber oído un zumbido en el aire. No podía detectar ningún movimiento en la cuna.
—¿Por qué no lloras?—susurró con ansiedad, y se acercó a la cuna conteniendo el aliento. Sus manos estaban temblando como hojas de álamo. Extendió la mano para tirar hacia atrás de la sábana.
Retrocedió sobresaltada. La sábana se convulsionaba. Formas raras empujaban y se revolvían bajo ella. Creyó vislumbrar cosas asomando por el borde de la sábana, cosas que no eran ninguna parte de Toby. Sintió el corazón palpitar, y se cubrió la boca con una mano, para evitar gritar.
Entonces la sábana se quedó inmóvil otra vez. Se hundió lentamente contra el colchón. Nada se movía.
No podía darse la vuelta y huir dejándole ahí. Tenía que saber. Fuera cual fuera el horror que encontrara, tenía que saber. Impulsivamente, extendió la mano y tiró de la sábana.
La cuna estaba vacía.
Durante un momento o una hora, nunca supo cuando tiempo pasó, se quedó mirando la cuna vacía. Ni siquiera estaba asustada. Su mente se había quedado en blanco.
Y entonces se asustó por un golpeteo suave y rápido en el cristal de la ventana. Sus manos se cerraron con fuerza, las uñas se le clavaron en la piel.
Un búho blanco aleteaba insistentemente contra el cristal. Podía ver la luz del rellano reflejada en sus grandes, redondos y oscuros ojos, observándola. La blancura de su plumaje estaba iluminada por una serie de relámpagos que parecían continuos. Tras ella, un goblin alzó brevemente la cabeza, y la agachó de nuevo. Otro hizo lo mismo. Ella no les vio. Sus ojos estaban fijos en los del búho.
El relámpago crujió y brilló intermitentemente de nuevo, y esta vez distrajo su atención de la ventana iluminando el reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Vio que sus manecillas apuntaban a las trece en punto. Estaba mirando distraídamente al reloj cuando sintió algo golpear la parte de atrás de sus piernas. Bajó la mirada.
Tras ella, algo rió disimuladamente. Se giró y vio como se agachaba rápidamente tras la cómoda. Las sombras corrían por las paredes. Los goblins brincaban y saltaban tras ella. Sarah estaba observando la cómoda.
Se dio la vuelta, con la boca abierta, las manos cerradas en puños, y vio a los goblins haciendo cabriolas. Estos se agacharon entre las sombras, para evadir su mirada.
El viento tormentoso elevó su tono. El relámpago iluminó la habitación como si fuera de día, y las caras aterradoras de repente se desvanecieron dentro de los armarios, cajones o bajo las grietas del suelo. Cuando el trueno resonó y el viento sacudió las cortinas, una ráfaga de aire abrió la ventana. Entre las cortinas flameantes entró el búho blanco.
Sarah se cubrió la cara con las manos, y gritó, y volvió a gritar. Estaba petrificada ante la idea de que el búho aleteara hacia ella. Pensó que se moriría si lo hacía.
Sintió el viento soplar alrededor de su cabello, pero el aleteo había cesado. Espió entre los dedos, para ver donde estaba posado el pájaro. Quizás había vuelto a salir volando.
El prolongado chisporroteo de un relámpago lanzó una sombra gigante sobre la pared que daba a la ventana. Era la sombra de una figura humana.
Sarah se dio la vuelta. La silueta recortada contra el cielo tormentoso era la de un hombre. Llevaba una capa, que se arremolinaba con el viento. Podía ver que su cabello era rubio y le llegaba hasta los hombros. Algo centelleaba en su cuello. Más no podía ver a la luz tenue.
Los relámpagos trazaban venas en el cielo e iluminaron su cara. No estaba sonriendo como podía sonreír uno al saludar a un desconocido, ni su expresión era feroz. Sus ojos estaban fijos en los de Sarah con una intensidad que ella encontraba compeledora. Cuando dio un paso hacia ella, a la luz que brillaba desde la puerta, no retrocedió. Si los ojos no la hubieran hipnotizado, la cadena dorada que colgaba de su cuello podría haberlo hecho. Su camisa era color crema, abierta por delante, de mangas sueltas, con puños sedosos en las muñecas. Sobre ella vestía un abrigo negro y ajustado. Calzaba botas negras sobre mallas grises, y en sus manos guantes negros. En una de ellas sostenía el mango enjoyado de un curioso bastón con forma de cola de pez en el extremo.
El zumbido que había creído oír en el aire era ahora bastante claro, y musical. El desconocido sonrió ante su vacilación. Era indudablemente guapo. No había esperado eso. Cuando habló, su voz fue un susurro.
—Eres... tú, ¿verdad? Tú eres el Rey de los Goblins.
Él hizo una inclinación con la cabeza.
Sarah resistió el ridículo impulso de hacer una reverencia.
—Devuelveme a mi hermano por favor- Suplicó Sarah- No hablaba en serio
Jareth cruzó las manos sobre el extremo de su bastón.
—Lo dicho, dicho está.
—Pero  si no lo hablaba en serio —replicó Sarah rápidamente.
—No me digas
—Oh, por favor. ¿Dónde está?
Jareth rió ahogadamente.
—Sabes muy bien donde está.
—Por favor, devuélvemelo, por favor. —Se oyó a sí misma hablar con una vocecilla.
—Sarah... —Jareth frunció el ceño, y sacudió la cabeza. Su expresión era toda preocupación por ella—. Vuelve a tu cuarto. Juega con tus juguetes y con tus disfraces y olvídate del niño.
—No puedo.
Durante un momento, se evaluaron el uno al otro, adversarios intentando medirse al comienzo de una larga empresa. El trueno retumbó.
Entonces Jareth alzó su brazo izquierdo e hizo un largo gesto con su mano. Sarah miró alrededor, pensando que él estaba convocando ayuda. Cuando volvió a mirarle de frente, un brillante cristal había aparecido en su mano.
—Te he traído un obsequio —dijo, ofreciéndoselo.
Ella hizo una pausa. No podía confiar en él.
— ¿Qué es?
—Un cristal, nada más. Pero si sabes usarlo y miras en su interior... te mostrará tus sueños.
Los labios de Sarah se entreabrieron involuntariamente. Con una sonrisa burlona, Jareth observó su cara, mientras giraba el reluciente cristal entre sus dedos. La mano de ella comenzó a extenderse hacia él. Jareth sonrió un poco más, y retiró el cristal.
Alzando el bastón con su otra mano, le dijo.
—Pero este no es un regalo para una chica corriente, que se preocupa por un niño llorón. —Su voz era más callada ahora, y más ronca—. ¿Lo quieres? —Lo extendió hacia ella de nuevo.
Esta vez las manos de Sarah permanecieron a sus costados, y no respondió. Sus ojos estaban fijos en la danza, en los destellos del cristal. Ver sus propios sueños... ¿qué no daría a cambio de eso?
—Pues olvidate al niño —dijo Jareth firmemente.
Mientras Sarah dudaba, otro trueno y relámpago iluminaron el cielo tras el Rey de los Goblins.
Se sentía desgarrada. El regalo era realmente seductor, y también la idea de que alguien la entendiera, alguien que se preocupara por los lugares secretos de su imaginación y supiera lo infinitamente preciados que eran para ella, más que cualquier otra cosa. A cambio, tendría que renunciar a su responsabilidad  para con un niño afrentosamente malcriado, que hacía interminables demandas y nunca mostraba el más mínimo signo de gratitud; que era, después de todo, solo su medio hermano. El cristal giraba, reluciendo.
Consiguió cerrar los ojos. Desde detrás de los párpados cerrados, oyó una voz respondiendo. Era su propia voz, pero parecía ser un recuerdo.
—No puedo. No es que no aprecie lo que intentas hacer por mí.... pero quiero que vuelva mi hermano. Debe estar muy asustado... —Abrió los ojos.
—Sarah...— dijo Jareth cortante.
Jareth resopló, echándose hacia atrás la melena rubia. Había perdido la paciencia con la chica. Con un ademán de su mano, extinguió el cristal. Con otro ademán, extrajo una serpiente viva del aire. La sostuvo con un brazo estirado ante él, de forma que se retorciera y siseara junto a la cara de Sarah. Luego la lanzó hacia ella.
—No me desafíes —le advirtió.
La tenía enredada alrededor de su cuello. Agarró desesperadamente a la cosa, y pensó que era como una bufanda de seda. Chilló, la dejó caer, y se alejó de un salto. Cuando golpeó el suelo un pequeño Goblin apareció de la bufanda de seda y se rió antes de salir corriendo. Otros goblins se arrastraron desde las sombras, o salieron de improviso de sus escondites, y se pusieron en pie, por toda la habitación, ahora descarados, deseando ver lo que su rey haría a continuación.
—No eres rival para mí, Sarah. —Jareth sonaba impaciente.
—Pero tengo que hacer que vuelva mi hermano— contestó Sarah con casi lágrimas en sus ojos.
Y ahora, con un gesto realmente afectado sacado de un vodevil, giró la mano y señaló a través de la ventana.
— ¡Está Allí, en mi castillo!
Relámpago y trueno, en el instante preciso, pensó ella. Pasó junto a él y miró a la noche. Sobre una colina distante, brillando entre los destellos, vio un castillo. Se inclinó sobre el alféizar, intentando ver más claramente. Había torres con torretas, enormes muros, capiteles y bóvedas, un rastrillo y un puente levadizo. Alrededor de él el relámpago lamía y se ahorquillaba como lenguas de serpiente. Más allá, oscuridad.
Desde detrás de su hombro, Jareth murmuró.
— ¿Aun quieres ir a buscarlo?
— ¿Es ese el castillo más allá de la Ciudad de los Goblins?— Preguntó Sarah con decisión.
Jareth no respondió esta vez, y Sarah se dio la vuelta. Todavía estaba allí, observándola intensamente, pero ya no estaban en su casa. Estaban cara a cara sobre una cumbre barrida por el viento. Entre ellos y la colina en la que se alzaba el castillo había un amplio valle. En la oscuridad no podía verse lo que había ahí abajo.
Se giró de nuevo. El viento le sopló el cabello sobre la cara. Echándoselo hacia atrás, dio un tímido paso hacia adelante.
La voz de Jareth llegó desde su espalda.
—Regresa, Sarah. Regresa antes de que sea demasiado tarde.
—No puedo. ¿No comprendes que no puedo? —Sacudió la cabeza lentamente, mirando hacia el lejano castillo.
—Qué lástima. —La voz de Jared era baja, y gentil, como si realmente lo dijera en serio.
Sarah miraba hacia el castillo. Parecía estar lejos, pero no a una distancia imposible de recorrer. Dependiendo de lo que encontrara en el valle, podía ser cruzada fácilmente. ¿La oscuridad de ahí abajo sería perpetua?
—No parece estar tan lejos —dijo, y oyó en su propia voz el esfuerzo que estaba haciendo para sonar valiente.
Jareth estaba junto a su codo ahora. La miraba, con una sonrisa helada.
—Está más lejos de lo que crees. —Señalando a un árbol, añadió—. Y el tiempo es breve.
Sarah vio que un reloj antiguo de madera había aparecido en el árbol, como si hubiera crecido en una rama. Marcaba las trece horas, como había hecho el reloj del cuarto de Toby.
—Tienes trece horas para cruzar el Laberinto —le dijo Jareth—, antes de que tu hermanito se convierta en uno de nosotros para siempre.
La magia todavía zumbaba en el aire. Sarah estaba de pie todavía, con el cabello azotado por el viento, mirando más allá del valle hacia el castillo.
—Una auténtica pena— dijo Jareth tras desvanecerse.
Sarah giró la cabeza para mirarle, pero él ya no estaba allí. Se dio la vuelta. Se había desvanecido. Estaba sola en medio de la noche, sobre la ventosa colina.
—El Laberinto—dijo Sarah de forma concluyente.
Miró otra vez al castillo. La tormenta estaba pasando. Las sombras de las nubes atravesaban la luna. Creyó vislumbrar la figura de un búho, bien alto, con las alas extendidas en el aire, mientras volaba firmemente alejándose de ella.
—No parece tan difícil.
Dio otro paso hacia adelante, bajando la ladera.
—Bien, andando.

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