martes, 7 de septiembre de 2010

Capítulo 3- El exterminador de hadas


Sarah se sintió caer hacia adelante en la oscuridad. Sólo balanceando los brazos frenéticamente se las arregló para mantener el equilibrio. La ladera era muy pronunciada.
Su boca se había quedado seca del miedo, se sentó. Así se sentía segura, pero no podía permitirse quedarse allí sentada mucho rato, cuando solo le quedaban trece horas para atravesar el Laberinto y encontrar a Toby en el castillo.
Intentó reptar ladera abajo sobre el trasero, pero eso tampoco funcionaba. Rocas y pequeños arbustos se lo impedían, y no se atrevía a ponerse en pie para pasarles por encima. Estaba todo tan negro que bien podría haber estado intentado encontrar su camino a través de un mar de tinta. Sintió las lágrimas florecer, pero parpadeó para contenerlas. Lo haría. No había límites en lo que ella podía hacer, con determinación (cosa que indudablemente tenía), e ingenio (cosa que nunca le había faltado), y tal vez un poco de suerte (cosa que se merecía, ¿no?). «Lo lograré», prometió, mientras estaba sentada sobre la negra ladera sin tener ni idea de cómo dar un paso más.
Alto sobre ella, hacia donde la lechuza había volado, se oyó a una alondra cantar. Miró hacia arriba con atención y al apartar la vista de la negrura de abajo fue consciente de un indicio de luz que manchaba el borde del cielo oscuro. Observó como la luz se hacía más y más brillante, cambiando de rojo a rosa, y después a un azul pálido, y cuando vio el borde del sol alzarse sobre el horizonte cerró los ojos y tomó un profundo aliento. Sintió como el sol caldeaba su piel. Lo conseguiría.

Cuando abrió de nuevo los ojos, el castillo de Jareth brillaba ante ella, sus escaleras y torrecillas recortadas contra la luz del sol. Ansiosamente escrutó el valle, el cual, como una fotografía revelándose, tardó un rato más en mostrarse a sí mismo.

La primera cosa que pudo evaluar fue su anchura. La extensión de tierra entre sí misma y el castillo no era tan grande. «Puedo correr hasta allí en un par de horas», consideró. Solo eran unos pocos kilómetros. «Jareth estaba intentando embaucarme. Creyó que me asustaría tanto en la oscuridad que me rendiría y olvidaría a Toby. ¿Cómo podría hacer eso? De cualquier modo, en trece horas puedo estar allí y volver con tiempo de sobra».

Se preguntó si trece horas en la tierra de Jareth serían lo mismo que en casa. ¿Y qué pensarían su padre y su madrastra cuando volvieran? Probablemente llamaran a la policía. Bueno, no había nada que ella pudiera hacer al respecto. No esperaba encontrar un teléfono en el castillo de Jareth. Sonrió débilmente.

El sol estaba por encima del horizonte, colores y formas penetraban el valle. Había un montón de cosas horribles allá abajo; podía verlo. Siguió observando y gradualmente tomó conciencia de la verdadera naturaleza del valle.

Al principio no podía creérselo. Cuando el sol se alzó aún más arriba revelándole más, sus hombros se encorvaron y su cara perdió la sonrisa. Sacudió la cabeza lentamente, atónita.

Al pie de la ladera donde estaba sentada, hasta el castillo y más allá, y hasta donde  alcanzaba la vista en cada dirección, se extendía un vasto e intrincado laberinto de muros y setos.

Lo estudió, intentando descifrar en él algún patrón, algún diseño principal que pudiera guiarla al atravesarlo. No pudo ver ninguno. Pasillos que giraban, volvían y se enroscaban. Portales que conducían a portales que conducían a portales. Le recordó a miles de huellas digitales colocadas lado a lado, superponiéndose unas a otras. « ¿Alguien diseñó todo esto o simplemente ocurrió sin más?», se preguntó.
La imposibilidad de encontrar el camino a través del Laberinto comenzó a abrumarla. Se puso en pie, apretando los puños y tensando la mandíbula, y se aclaró la garganta.
A la luz naciente, podía ver bajo ella un sendero que zigzagueaba ladera abajo. Escogió su camino con cuidado a través de las rocas y arbustos. Al pie del sendero, encontró un gran muro, fortalecido con contrafuertes. Se extendía hasta donde alcazaba la vista a derecha e izquierda.
Vacilante se aproximó a la pared, sin tener idea de qué haría cuando la alcanzara. Mientras se acercaba, un movimiento justo en la base captó su atención. Era un hombrecillo, de pie junto a un estanque. Cacareaba mientras aplastaba algo con los pies.
—Disculpa —dijo Sarah.
El hombrecillo casi saltó fuera de su piel.
—Oh, discúlpame a mí —dijo, incluso antes de levantar la mirada para ver quién era.
Cuando se volvió, su cara resultó estar muy abajo así que la evaluó desde debajo de unas espesas y peludas cejas.
— ¡Ah! —Exclamó, pareciendo asombrado y enfadado al mismo tiempo—. ¡Eres tú! —Al parecer nunca antes había posado los ojos en una persona como Sarah. O quizás era que ninguna persona como Sarah le había cogido nunca desprevenido.

Así nunca llegaremos a ninguna parte, pensó Sarah.
Era una personita extraña. Sus cejas pobladas claramente pretendían ser feroces, pero su cara arrugada no estaba a la altura de tal ferocidad. Su expresión era cauta ahora, no particularmente amigable, pero tampoco hostil. Parecía evitar su mirada y notó que cada vez que movía las manos, los ojos de él las seguían. En lo alto de la cabeza tenía una gorra de piel. Del cinto que sujetaba sus calzas, pendía una cadena de ornamentos tintineantes, bisutería por lo que Sarah podía ver. Vio que su boca se movía para decir otra vez "¡Vaya!" y lo interrumpió rápidamente.
—Perdona, pero tengo que atravesar el Laberinto. ¿Puedes ayudarme?
La boca se quedó congelada en la formación de la V, parpadeó hacia ella una vez o dos. Entonces sus ojos se lanzaron a un lado. Se apresuró a recorrer unos pocos pasos hasta una caléndula, al mismo tiempo que sacaba una lata de spray de su chaqueta. Cuando apuntó el spray, Sarah vio una pequeña hada diáfana emergiendo de la caléndula.
El hombrecillo la roció con un par de rápidas ráfagas. El hada languideció de inmediato, como un pétalo marchito.
—Cincuenta y siete —dijo él con algo de satisfacción.
Sarah estaba atónita.
—Oh, ¿cómo has podido?
Él respondió con un gruñido.
Sarah corrió hacia el hada que yacía en el suelo, con las alas estremeciéndose y arrugándose.
—¡Póbrecita! —exclamó. La recogió gentilmente con la punta de los dedos y se giró acusadora hacia el asesino de hadas—. Eres un monstruo...
Sintió un dolor agudo, como al pincharse con un vaso roto. El hada le había mordido el dedo.
—¡Oh! —Sarah dejó caer al hada y se metió el dedo en la boca—. Me ha mordido —murmuró alrededor del dedo.
El extraño hombrecillo río toscamente.
—Por supuesto —rió ahogadamente el hombrecito—. ¿Qué esperabas que hiciera un hada?
—Pensaba que hacían cosas bellas—Sarah estaba frunciendo el ceño, perpleja— Como... conceder deseos.
— ¡Já! —Las cejas del hombrecillo se alzaron y rió con satisfacción—. Eso demuestra cuanto sabes, ¿no? —Alzó su spray y roció casualmente otra caléndula con él. Una segunda hada reluciente cayó, arrugándose y marchitándose como una hoja en otoño—. Cincuenta y ocho —dijo él, y sacudió la cabeza.
Sarah todavía estaba haciendo una mueca mientras se chupaba el dedo.
—Eres horrible —le dijo.
—No, no lo soy. —Parecía sorprendido—. Soy Hoggle. ¿Quién eres tú?
—Sarah.
Él asintió.
—Lo que pensaba. —Divisando a otra hada, la roció. Para asegurase, le puso un pie encima y lo giró aplastándola contra el suelo. El hada chilló—. Cincuenta y nueve —dijo Hoggle.
Sarah estaba pensando, todavía chupándose el dedo. Parecía conocerla. Así que debía tener algo que ver con Jareth, ¿no? Una especie de espía, tal vez. Bueno, quizás. Aunque no era precisamente su idea de un espía. Los espías no eran gruñones. No te hacían trastadas. ¿No?
Si todas sus opiniones estaban equivocadas, como él había dicho, entonces esta debía estar equivocada también. Pero en ese caso, pensó, suponiendo que fuera un espía, su trabajo sería persuadirme de que todas mis opiniones están equivocadas cuando en realidad todas son correctas. Y si todas eran correctas, no era un espía. Pero eso significa que no tiene motivos para persuadirme de que estoy equivocada en todo, así que probablemente esté equivocada en eso también, así que...
Sarah se sacó el dedo de la boca. El dolor aflojaba ahora. Sacudió la cabeza y tuvo que sonreír un poco por la cara divertida y marchita que puso él.
La expresión de Hoggle, en respuesta, se volvió a oscurecer. La miró desconfiado. No estaba acostumbrado a que le sonrieran.
Bueno, pensó, aquí no hay nada que hacer. Esté aquí para espiarme o no, es la única persona a la que puedo pedir ayuda. Así que lo intentó.
—¿Sabes dónde está la puerta del Laberinto?
Él arrugó la cara.
—Eh...puede ser.
—Bien, ¿dónde está?
En vez de replicar, él hizo un amagó a un lado, alzando la lata de spray.
—Ah bichejo...sesenta— y se rió por haber acabado con la vida del hada.
—He dicho que  ¿dónde está?
— ¿Dónde está qué?
—La puerta.
— ¿Qué puerta?
— ¡Es inútil preguntarte nada!
Sarah tenía ganas de darle un puñetazo.
—No si haces las preguntas justas. —Le estaba dedicando una mirada de reojo.
— ¿Cómo puedo entrar en el Laberinto?
Hoggle inhaló por la nariz, sus ojos chispeaban.
— ¡Ah! Ahora, eso está mejor.
Sarah creyó oír de nuevo esa música en el aire, la música mágica que había zumbado alrededor del Rey Goblin.
—Puedes entrar por ahí —asintió con la cabeza, señalando tras ella.
Sarah se dio la vuelta. Ahora, en el gran muro, vio una enorme puerta grotescamente diseñada. La miró casi acusadoramente. Podría haber jurado que no estaba allí antes.
Sarah estaba mirando con atención más allá de la puerta. No le gustaba lo que veía. Estaba oscuro y parecía amenazador. La música que zumbaba en el aire parecía más intensa. Había un olor a putrefacción.
    — ¿Tú estás segura de que quieres entrar?— preguntó Hoggle apaciblemente.
    —Sí...— musitó Sarah con temor—No tengo más remedio.
Reunió su coraje y dio dos pasos dentro del Laberinto. Entonces se detuvo. Un pasaje cruzaba la entrada. Era tan estrecho, y la pared tan alta, que el cielo no era más que una rendija sobre su cabeza. En la penumbra resonaba un continuo goteo de agua.
Se aproximó a la pared más alejada, la tocó y apartó la mano. Estaba húmeda y resbaladiza, como mohosa.
A su espalda, la cabeza de Hoggle se asomaba a través de la puerta.
—Acogedor, ¿verdad?—preguntó y se echó a reír.
Sarah se estremeció.
Los modales de Hoggle se habían alterado. Estaba callado, casi era posible detectar un indicio de preocupación en su voz.
—Y ahora —dijo Hoggle, con un tono de voz que implicaba, allá tú— ¿Irías a la izquierda o la derecha?—preguntó mientras señalaba a uno y otro lado.
Sarah miró a un lado y después al otro. No había razón para escoger uno u otro. Ambos parecían sombríos. Las paredes de ladrillo parecían extenderse hasta el infinito. Se encogió de hombros, esperando alguna ayuda, pero demasiado orgullosa para pedirla.
—Ambos parecen iguales —dijo.
—Bien —le dijo Hoggle—, así no vas a llegar muy lejos.
— ¿Hacia dónde irías tú?—dijo ella malhumoradamente
— ¿Yo? —Él rió sin alegría—. No iría hacia ningún lado.
—Si esa es toda la ayuda que vas a darme te puedes marchar.
— ¿Sabes lo que te pasa? —preguntó Hoggle.
No hizo caso al consejo, sino que intentó aparentar determinación y ponerse en camino en una dirección u otra. Izquierda, derecha; pensaba, ese era el orden normal. Así que en este lugar anormal, bien podría intentar con la derecha, ¿verdad?
—Das demasiadas cosas por sentado —siguió Hoggle—. Este Laberinto, por ejemplo. Incluso si  llegaras al centro, nunca volverías a salir.
—Eso es lo que tú crees —Sarah se movió a la derecha.
—Bueno, es mejor que lo que crees tú.

—Gracias por nada, Gaggel.

— ¡Es Hoggle! —Su voz llegó resonante desde la puerta, donde él se había quedado—. Y no me digas que no te lo advertí.
Tensando la mandíbula, avanzó a grandes pasos entre las paredes húmedas y horrendas.

Solo había recorrido unas pocas zancadas cuando, con un poderoso y reverberante ¡clang!, la verja se cerró tras ella. Se detuvo, y no pudo resistirse a volver la vista atrás, para ver si la verja se abriría de nuevo. No lo hizo.

Hoggle estaba fuera. Ahora el único sonido en el Laberinto era el goteo del agua y la respiración acelerada de Sarah.

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